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"A la Entrada de la Curva"

  • Writer: Aitor de Miguel
    Aitor de Miguel
  • Jan 30
  • 3 min read



A la entrada de la curva, crece un árbol que ha sobrevivido a la expansión de la urbanización. O mejor dicho, a la entrada de mi curva, porque se encuentra dentro de mi parcela, o sea que ese árbol también es mío. ¿Será un castaño?. Tiene unos diez metros de alto. Como llueve frecuentemente, no tengo que regarlo, menos mal, aunque sí me roba algo de luz a la hora de la siesta.

 

Hace un mes, mi vecino se ofreció a comprarme esa parte del terreno. Tiene tres hijos pequeños, un perro y varios conejos. Fue una oferta generosa, y me apetecía comprarme un coche nuevo. Supongo que el pobre pino tenía todas las papeletas para acabar convertido en una estantería.

Así que salí a celebrarlo, y me agarré una cogorza tremenda. No me gusta pensar en condicional, desconozco que hubiera sucedido de no estar tan borracho. Yo llevaba una camisa de algodón y unos vaqueros, y me había calzado unos naúticos marrones, muy cómodos. Ella vestía una camiseta de plantas de marihuana, pantalón ancho de colores, y bailaba con chanclas. Éramos el día y la noche. Sin embargo, en la cama fue otro cantar. Experimentamos una conexión sorprendente y salvaje. Cuando se despertó salió al terruño y abrazó por el tronco, con sus turgentes pechos al sol, a esa masa resinosa, feliz de conocer a alguien que amara los árboles y la naturaleza.

 

Esa misma tarde hablé otra vez con mi vecino. Su chucho se había zampado a una de las libres y los niños lo habían visto todo. Había pequeños y sanguinolientos restos esparcidos por todo el jardín. “Es una lástima no disponer de más espacio”, insistió, “te pagaré el doble”. “Jamás vendería el sauce”, respondí con firmeza, con el sabor de sus nalgas todavía presente en mis labios.

 

Unos cuantos revolcones después, con la luna llena en lo alto del cielo, se hizo un selfie bajo la copa del magnolio, y la eligió como foto de perfil. Así esa planta pasó a formar parte de nuestro universo visual.

Otro día descubrió que tenía un nido. Estaba abandonado, pero dijo que si el cuco veía que las condiciones mejoraban, volvería, porque esos bichos tienen memoria, “les encantan los chopos”, decía. Yo me preguntaba cómo sabríamos si sería el mismo cuquito, o un pajarraco cualquiera. La mañana siguiente apareció con una azada y arrancó todas las malas hierbas que crecían alrededor. “No todos los organismos pueden convivir juntos, ¿sabes? A veces hay que sacrificar unos por otros”, dijo sin remordimiento. Me fijé en el borde de la piscina, donde las raíces del roble avanzaban bajo tierra, levantado baldosas una detrás de la otra.

Pasaron las semanas. Del interior del salón emanaba un olor a marihuana que se extendía por toda la parcela. Ella se paseaba descalza sobre la hierba, aunque hiciera frío. Me sugirió que vendiera el viejo coche y fuera andando al trabajo, “el aire se ha vuelto demasiado tóxico”, dijo solemne, antes de desaparecer envuelta en una nube blanca. En otra ocasión me miró fijamente a los ojos: “Tu trabajo te está matando”, concluyó, antes de zambullirse en la piscina cuyo mantenimiento excedía los doscientos euros al mes. Cierto que no quise dejarme el pelo largo, ni ponerme un piercing, ni acudir con ella a manifestarme contra la tala de árboles, porque tengo mis principios.

 

Menos mal que el verano estaba llegando a su fin, y el tuso de mi vecino seguía siendo un cabrón. Ese alcornoque tenía los días contados.

 

 

 

 

 

 

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