"Quién Sabe"
El chico es alto, desgarbado, recién cumplidos los doce persigue la pelota durante el recreo, sol, cemento y sudor, antes de volver al pupitre de hierro y la pizarra en blanco. Corre con miedo. El otro chico, más bajo pero corpulento, se burla de él. Le pega, al menos una vez por semana, y no sabe defenderse. Le gusta una compañera de clase, corrillo con las amigas, que ni siquiera lo mira. Así que desea no encontrarse tan solo, tener agallas para hacerse respetar, quedar con la chica y escuchar cómo le late el corazón.
Balón dividido, forcejeo, y el otro, una roca, lo manda al suelo. Vacilan sus brazos larguiruchos, la piel se torna pálida falta de nervio, su pecho encogido buscando aire. ¿Cómo aprende uno a defenderse?. Quién sabe. Transpira, gana segundos, coge oxígeno. Se viene borrasca. Las palmas de sus manos yacen agrietadas por las fisuras del cemento, millones de sonidos rebotando en su cabeza como un enjambre de abejas. El cielo le pesa una tonelada, no puede levantarse.
De repente, un picotazo.
El silencio, vacío, se detiene el tiempo. Está con su madre, dos días atrás, y en lugar de reñirlo, imagina que ella le protege contra su pecho. Recupera ese olor a refugio, manta y certeza. Es un instante eterno que espanta a la soledad, una onda calorífica del tamaño de un campo de fútbol, que invade su cuerpo largo y tembloroso. Sigue soñando, frases como abrigos brotan de la pizarra en blanco: “Eres mi hijo”, quiere escuchar, “estoy orgullosa de ti”, “no vales menos que nadie”. La mira tan agradecido que la convierte en santa.
Vuelve.
Una descarga eléctrica recorre sus venas, flexiona las rodillas, apunta contra las nubes. Por vez primera se levanta frente al otro y aprieta los dientes. Su adversario duda, no se lo esperaba, pero coge impulso y le embiste con la fuerza de un bisonte. El chico se aparta pivotando sobre su pie, elegante, y ahora es su adversario quién golpea el piso. Hay partido. El corrillo crece, la chica lo mira, y durante unos segundos, las burlas las encaja el otro. Ese movimiento, pivotar, se lo enseñó su padre. ¿Dónde está?. Su corazón acelera tan rápido que otra vez detiene el reloj, luz cegadora, de nuevo el mundo es mudo. Desde que se divorciaron lo busca a la salida, espera su llamada de buenas noches, imagina que le pregunta cómo defenderse y este, por fin, le enseña cómo tener agallas, ¿dónde está? ¿por qué no le ayuda?. Su cabeza hierve, suplica una respuesta, le rodea un desierto infinito. Entonces le parece verlo, tiene que ser él, apoyado en los barrotes oxidados que dan a la calle. Su padre ha vuelto, le da ánimos con el puño cerrado, “¡Lucha!” pronuncian sus labios, “¡defiéndete, estoy aquí contigo!”. Debe hacerlo, puede hacerlo, su padre se lo ha pedido. Un oasis de confianza brota del vacío, y el chico bebe de él con la sed de un renacido. Ahora es la fuerza de un trueno la que levanta su cuerpo en formación. Se lanza contra el otro y le golpea con decisión, brazos larguiruchos rasgando el cielo, piernas vacilantes que por fin responden, pegando con la fuerza de un búfalo al que cobija la manada, gritando de furia como si hubiera roto el horizonte, como si tuviera amigos, como si fuera a besar a la chica, como si esa vida que pertenece a los demás también pudiera ser suya, y pudiera olerla como el abrigo de una madre.
Un zumbido agudo le devuelve a la cancha. Ha recibido un golpe en la sien, gotas de sangre plomiza resbalan por la camiseta hecha jirones, barullo, luz nublada y hormigón, y el otro que vuelve a la carga.
Si al menos alguien le hubiera ayudado a levantarse.
Quién sabe, cómo aprende uno a defenderse.
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