top of page
Search

"Safari"

  • Writer: Aitor de Miguel
    Aitor de Miguel
  • 1 day ago
  • 5 min read



Los grillos aullaban. Al fin había oscurecido. Estaba cansada, al menos su marido la había dejado en paz. Llevaban cinco días recorriendo Botsuana en jeep, turismo de aventura, con todos esos bártulos a cuestas, canoas, prismáticos, rifles y lámparas, tiendas de campaña, mosquiteras y esterillas. Esa noche pernoctarían en bungalows. Era su oportunidad, probablemente la única. Primero se detuvieron en el lago Nakuru, algas y flamencos danzando sobre el agua, brotes de vida interrumpidos por el sonido vulgar de los disparos. Su esposo se ensañó con babuinos peludos que corrían contra el sol, aturdidos. Pobre. Con eso le bastaba, así de simple era su felicidad. Habían cruzado el desierto de Kalahari, páramo amarillo, tan inerte que dolía, para desembocar en el Delta del Okavango, el delta interior más grande del mundo, pletórico de vida y colores. Sembrado de juncos, papiros, acacias y mangostanes, bellos y exhuberantes, y poblado por búfalos rojos y rinocerontes blancos, cuya caza no estaba permitida. Mejor así. Sería una paradoja, pero era dentro de aquella expedición venida de la vieja europa, tan gris como predecible, donde estaba la presa más codiciada de todas. Y para atraparla no le hacía falta ninguno de esos trastos inútiles, mucho menos un arma de gran calibre. Le bastaba con ella misma.

 

Desconocía donde estaba su marido, por una vez su ausencia era más que oportuna. Probablemente habría acudido a la terraza, “servían unos cócteles estupendos”, le dijo. Eso la confería cierta ventaja, junto al hecho de que las otras esposas, tan serviles y predecibles, también se encontrarían allí.

Se tumbó desnuda sobre la cama dejando las cortinas abiertas. Dibujó una sonrisa traviesa provocada por el roce de las sábanas. Dormitó un rato. Dejó que el agua caliente de la ducha resbalara lentamente por sus senos y le acariciara el pelo y la nuca. Frente al espejo se hidrató con leche de coco. Contempló sus piernas delgadas y largas, y ese trasero voluminoso pero firme, que tantas alegrías le había dado. Su rostro, armónico y proporcionado, seguía siendo atractivo, y esa boca grande y sensual invitaba al placer. Cerró los ojos y se imaginó a solas con un león hambriento que se postraba ante el chasquido de sus dedos. Una fantasía recurrente, le atraía tanto ese poder. Se sentía capaz, tenía que ser esa noche o ninguna, pero tal vez no pudiera encontrarlo, ¿y si había salido?. A lo mejor se topaba con algún conocido, perdiendo el tiempo en formalidades. Sabría como zafarse, y de todas formas, quedándose en el bungalow no conseguiría nada. Eligió un perfume de cuero, distinto y carnal, “apropiado”, se dijo, “para las que sutilmente, deslizándonos por el anonimato de lo prohibido, nos dejamos dominar por el instinto”.

 

El sendero se bifurcaba en dos. A la derecha conducía a otros apartamentos, con el resort principal, colorido y bullicioso, iluminando el paisaje nocturno. A la izquierda se diluía en un muro de vegetación, formado por palmeras y melocotoneros, que colindaba con las casamatas del personal de servicio. Soplaba una brisa caliente mientras sus tacones marcaban un compás nervioso. A él le gustaban, se lo había dicho, las mujeres africanas no solían llevarlos. Se imaginó a alguno de sus apagados colegas observándola anhelante, con un combinado en la mano, mientras su extravagante silueta se adentraba en lo desconocido.

 

Cerca de la primera cabaña, una melodía de voces femeninas sobrevolaba los tejados de uralita. Parecía como si la señal de radio brotase del cuerpo de su próxima presa. Soplaban los saxofones, repicaban los yenbés, gargantas profundas y coloridas le cantaban al sol, al agua, al sexo. Lo había visto bailar y sonreir, joven y fuerte. Deseaba su vigor, conquistar esa alma pura nacida de una existencia salvaje. Su rastro no tardó en aparecer, unos metros más adelante, inconfundible, a ébano y sudor, hierba y testosterona. Tenía que ser él, no solía equivocarse. Fluía tan intenso como la primera vez que lo vio, junto al avión, observándola de arriba abajo con esos ojos dóciles y agresivos al mismo tiempo. Sumiso pero fiero, como quién se sabe conquistado pero adora batirse, aunque sea ante los clientes de un safari para millonarios. Tenía carácter, era fiel a sí mismo, tan genuinamente atractivo que no podía dejarlo escapar.

 

Comprobó que nadie la observaba. Se aproximó a la puerta entreabierta y escuchó. Resonaban algunos pasos, compatibles con la presencia de dos personas. En lugar de echarse atrás, golpeó el portón varias veces, con decisión. Transcurrieron unos segundos hasta que la guia del grupo, una veinteañera de piel fina y rasgos afilados, asomó la cabeza. Cuando la reconoció se deslizó fuera con suavidad, para no llamar la atención de su acompañante. Así que estaban juntos. Aún mejor, eso lo hacía todavía más excitante. Aquella muchacha no tardó en reparar en sus tacones altos, su vestido ajustado de colores vivos, el escote abierto, la comisura de sus labios pintados de rojo. No hizo falta explicarle nada. No sólo les separaba la edad, también un abismo de poder. Pese a ello, la chica dudó. Le pareció distinguir en sus pupilas el brillo de una lucha tribal, sin cuartel, la ira de quién esta dispuesta a rebelarse. Vaya, tal vez su gente se mereciese un futuro mejor. Pero la aplastaría como a un insecto, un comentario suyo y no volvería a trabajar. Y lo sabía. Así que ese instante pronto se desvaneció y agachó la cabeza. Siglos de resignación continuaban latiendo de fondo sin que nada cambiase. Un minuto después abandonó la cabaña casi con lo puesto.

 

Al fin sólos, frente a frente.

No sabría decir porqué, cómo era posible que del mismo ser emanasen la lujuria y la subversión en idéntico equilibrio. El chaleco marrón, el mismo que utilizaba como guía de la expedición, dejaba a la vista unos brazos musculosos y trabajados. Ella cerró la puerta y se acercó lentamente. Sobresalía, completamente erguida, su espalda ancha y fornida, sostenida por piernas firmes con botas de militar. Sus ojos verdes la observaban fulgurantes, no podría afirmar si se disponía a darle un masaje o a cortarla en pedazos. Dejó el bolso en la mesa y se aproximó hasta rozar su pecho. Le acarició el rostro, dotado de simetría pero con pequeñas imperfecciones, como una cicatriz en la nariz que lo hacía más vulnerable. Sus labios estaban húmedos. Sonrió y amagó con besarla. Sus pantalones ajustados sugerían una entrepierna cargada de deseo.

Era suyo, y regodeándose en ese instante, maldijo al resto de las mujeres de la expedición, su existencia cargada de clasismo e hipocresía. Todas lo deseaban, ¿qué les impedía poseerlo?. ¿De qué les servía tener tanto dinero?. Aquel hombre era África, el verdadero rey de la selva, viril y auténtico, conocedor de los hábitos de las bestias y las particularidades de las tribus, dispuesto a obedecer ante un estallido de sus dedos.

 

Abandonó la choza justo antes del amanecer. Descalza, con los tacones en una mano, el compás de sus pasos sonaba ahora tranquilo camino del bungalow. Su marido seguía sin aparecer, y los grillos se habían agotado de tanto cantar.

 

La tarde siguiente parecía contento. Habían atisbado una manada de leones. Erguido y altivo, con el jeep en marcha, daba indicaciones a los guías y señalaba a un lado y a otro. El grupo de felinos descansaba tumbado al sol sin mover un músculo. Parecían ausentes. “Los leones están feos y tristes”, observó otra de las cónyuges, satisfecha a pesar de la obviedad. Curiosamente, su esposo no le dio importancia, y la rodeó con el brazo sin dejar de sonreir. Llevaba puesta una pulsera de colores. Se giró hacia la guía de puro instinto, y un escalofrío de sorpresa recorrió su espalda cuando aquella le sostuvo, de nuevo, la mirada.

A ella también le gustaba cazar en la oscuridad.

Comments


Archivo
Post recientes
bottom of page